jueves, 7 de abril de 2016

Clarissa, la muchacha del Gramazo Doscientas familias de la cordillera Central, ancianos, hombres, mujeres, niños, personas de todas las edades, madrugaron para realizar una larga y hermosa cadena humana entre Padre Las Casas y Constanza, para que todos sepan que existen. En el 2016 estas comunidades no están en el padrón, no están en Google, carecen de escuelas suficientes, de hospitales, de acueductos, de cédula, de carretera, de energía eléctrica en fin, viven en el siglo XVIII. No es una metáfora, estuve ahí invitada por las hermanas de la Iglesia de Padre las Casas junto a un grupo de periodistas. Allí, en el puente levantado sobre las aguas del río Yaquecillo, que divide a Constanza y Padre Las Casas, ese día conocí a Clarissa Cruz, una joven que se parece a la montaña y que tiene los ojos como un atardecer que no quiere marchitarse. Ella, que tiene en sus palabras la fuerza de la brisa de marzo y que agarra el viento cuando habla, quiere estudiar, y cada día le cuenta al arroyo sus sueños y esperanzas. Esa muchacha, la que conocí un día mirando al río, tiene dieciocho años y está dispuesta a pelear por su futuro. Había ensayado su discurso en innumerables ocasiones, más allá de la complicidad de la luna; el río, los cerdos y los árboles sabían de su dolor. Sin empujar, pero sin dejarse amedrentar, defendió su espacio. Arraigada a la fuerza de la tierra, alzó su clamor. No era su voz, era su vida, la de ella, la de sus compañeras, la de sus descendientes. Su capacidad de comunicar podría transformar el destino de las mujeres del Gramazo. Tan clara como su nombre, ante el grupo de manifestantes Clarisa Cruz afirmó: “Si hacen silencio yo hablo, pero si no, me quedo callada”. En la cordillera Central no se han enterado que la lucha por el 4% para educación ya pasó. En el Gramazo, una de las comunidades de esta sierra olvidada, quince flores quieren estudiar; hace más de un año terminaron el séptimo curso y no tienen dónde continuar sus estudios. No se conforma. Sin recursos para estudiar en el pueblo, reniega de su designio: parir y hacer parir la tierra, o trasladarse a la ciudad a emplearse en casa de familia, o dedicarse a cualquier otra cosa que no vaya con lo que sus padres le enseñaron. En el puente del río Yaquecillo de forma reiterada repetía: “Soy Clarisa de la Cruz y soy del Gramazo”, como si al decir su nombre y su origen reafirmara su compromiso con la vida. Clarisa nos convenció, ¡cómo no convencernos si su voz sale del vientre! Clamaba por ella y por el futuro de los hijos que quiere tener. Ojalá esté a la altura de las circunstancias, ojalá poder convencer a las autoridades de la necesidad de mirar hacia la montaña, pero no desde un helicóptero, digo, mirar, mirar cómo viven las personas en la cordillera Central.


Doscientas familias de la cordillera Central, ancianos, hombres, mujeres, niños, personas de todas las edades, madrugaron para realizar una larga y hermosa cadena humana entre Padre Las Casas y Constanza, para que todos sepan que existen. En el 2016 estas comunidades no están en el padrón, no están en Google, carecen de escuelas suficientes, de hospitales, de acueductos, de cédula, de carretera, de energía eléctrica en fin, viven en el siglo XVIII. No es una metáfora, estuve ahí invitada por las hermanas de la Iglesia de Padre las Casas junto a un grupo de periodistas.
Allí, en el puente levantado sobre las aguas del río Yaquecillo, que divide a Constanza y Padre Las Casas, ese día conocí a Clarissa Cruz, una joven que se parece a la montaña y que tiene los ojos como un atardecer que no quiere marchitarse. Ella, que tiene en sus palabras la fuerza de la brisa de marzo y que agarra el viento cuando habla, quiere estudiar, y cada día le cuenta al arroyo sus sueños y esperanzas. Esa muchacha, la que conocí un día mirando al río, tiene dieciocho años y está dispuesta a pelear por su futuro.
Había ensayado su discurso en innumerables ocasiones, más allá de la complicidad de la luna; el río, los cerdos y los árboles sabían de su dolor.
Sin empujar, pero sin dejarse amedrentar, defendió su espacio. Arraigada a la fuerza de la tierra, alzó su clamor. No era su voz, era su vida, la de ella, la de sus compañeras, la de sus descendientes. Su capacidad de comunicar podría transformar el destino de las mujeres del Gramazo.
Tan clara como su nombre, ante el grupo de manifestantes Clarisa Cruz afirmó: “Si hacen silencio yo hablo, pero si no, me quedo callada”.
En la cordillera Central no se han enterado que la lucha por el 4% para educación ya pasó. En el Gramazo, una de las comunidades de esta sierra olvidada, quince flores quieren estudiar; hace más de un año terminaron el séptimo curso y no tienen dónde continuar sus estudios.
No se conforma. Sin recursos para estudiar en el pueblo, reniega de su designio: parir y hacer parir la tierra, o trasladarse a la ciudad a emplearse en casa de familia, o dedicarse a cualquier otra cosa que no vaya con lo que sus padres le enseñaron.
En el puente del río Yaquecillo de forma reiterada repetía: “Soy Clarisa de la Cruz y soy del Gramazo”, como si al decir su nombre y su origen reafirmara su compromiso con la vida.
Clarisa nos convenció, ¡cómo no convencernos si su voz sale del vientre! Clamaba por ella y por el futuro de los hijos que quiere tener.
Ojalá esté a la altura de las circunstancias, ojalá poder convencer a las autoridades de la necesidad de mirar hacia la montaña, pero no desde un helicóptero, digo, mirar, mirar cómo viven las personas en la cordillera Central.

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